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jueves, 21 de febrero de 2013

La aventura de entrenar

Lo que define una aventura es la incertidumbre, es decir, marcado un objetivo no saber si se va conseguir llevarlo a cabo, o en qué condiciones se va a lograr. Blane escribió en su artículo A Call To Arms: “Remember a challenge is not a challenge if you know you can make it” (Recuerda que un reto no es un reto si sabes que puedes hacerlo). 


Este último sábado (17/2/2013) Jesús y yo quedamos por la mañana para entrenar en Azca, y si algo caracteriza los entrenamientos cuando nos juntamos, es que es inevitable que acaben convertidos en una auténtica aventura que nunca nos deja indiferentes.   


Esta vez nos propusimos un reto que llevábamos tiempo queriendo intentar, que consistía en subir trepando a todos los árboles que rodean el foso. Como es nuestra costumbre, antes de empezar establecimos las condiciones que debíamos cumplir para dar por superado el reto: 
  1.  Considerábamos subir al árbol ponerse en pie sobre la primera rama y poder soltar las manos sin perder el equilibrio.  
  2. Debíamos subir por orden al total de 12 árboles que rodean el foso. Si uno de los dos resbalaba y no conseguía subir al primer intento, los dos debíamos volver a empezar desde el principio.
  3. Podíamos descansar lo que hiciera falta entre árbol y árbol, pero no nos íbamos a ir de allí hasta completar los 12 árboles seguidos, por muchas veces que tuviéramos que repetirlo.
Los árboles eran plátanos de sombra, muy comunes  en paseos y jardines, con una altura del suelo a la primera rama de unos 5 metros y un diámetro que permitía rodearlos con brazos y piernas para trepar. Como entrenamos muy a menudo en Azca, hay que decir que no era la primera vez que subíamos a alguno de estos árboles, pero nunca habíamos subido a tantos seguidos, ni siquiera en un mismo día, y no era rara la vez que se necesitaban un par de intentos para alcanzar la primera rama y subirse a ella, debido a que la corteza seca se desprende y la que no está seca resbala, con lo que es fácil retroceder más de lo que se avanza y acabar por volver al suelo antes de llegar arriba.
A pesar de todo, estábamos dispuestos a cumplir nuestra palabra y terminar el reto costase lo que costase. Y para cuando me quise dar cuenta, Jesús ya estaba trepando al primer árbol. 

El primero fue sencillo, ya lo habíamos hecho otras veces y estábamos descansados, así que fue un mero trámite para el segundo, en el que tras ver que la suela de las deportivas no tenía buena adherencia en la corteza y nos podía hacer fallar, Jesús decidió quitárselas para el tercero. Tratándose de un reto común, era o todos o ninguno, así que yo también me quité las deportivas y decidimos terminar el resto del reto descalzos.

Al subir al tercer árbol comprobamos que el pie descalzo agarraba mejor, siendo también conscientes de que los pies sufrían más por las quemaduras y los cortes con la corteza, y de que debíamos bajar hasta abajo por el árbol, ya que con el pie desnudo no podíamos hacer fondo al suelo desde la mitad de la bajada. De esta manera la bajada empezó a suponer también todo un reto y aparecieron los primeros arañazos en los antebrazos como preludio de todo lo que nos quedaba por delante, pero ya era tarde para echarse atrás. 

En el cuarto árbol quedó patente que el que subía segundo contaba con cierta ventaja al haberle limpiado el primero toda la corteza seca que se desprendía, así que en el siguiente yo subiría primero para equilibrar esfuerzos. 

Quinto, sexto, séptimo…  Los pequeños arañazos empezaban a ser molestos cortes, heridas y quemaduras. Al principio solo en los antebrazos, pero al subir y bajar abrazados al árbol, pronto los tuvimos por todo el cuerpo: pies, piernas, muslos, brazos, manos…, incluso en el pecho al apoyarlo al colgarnos de los brazos para subir o bajar las piernas.

Antes de subir al octavo hicimos un pequeño descanso, ya que el cansancio empezaba a pesar mucho más que el dolor de las heridas, y el temor a fallar y tener que empezar de nuevo iba en aumento. Con dificultades logramos el octavo e inmediatamente después el noveno, quedándonos por delante los árboles más duros de subir. 

Aparte de que cada vez estábamos más cansados y en consecuencia nos heríamos más, el décimo árbol era el más ancho y difícil de abrazar, y el undécimo se curvaba hacia la mitad y dificultaba mucho el último tramo.  En este momento el dolor y el cansancio solo podían superarse por la determinación de no fallar bajo ningún concepto. Estábamos exhaustos y teníamos verdadero miedo a caer, no por hacernos daño en la caída, pues al ir abrazados al árbol no había riesgo, sino por el esfuerzo que supondría no subir en el primer intento  y tener que repetirlo todo. Rendirnos y faltar a nuestra palabra no lo considerábamos una opción. 


El último árbol decidimos acabarlo los dos arriba por marcar la diferencia con los anteriores. Puede que solo fuera cuestión del cansancio y la tensión, pero parecía que la corteza resbalaba más, hacía más daño y se desprendía más de lo normal. Resbalando, estando apunto de fallar en lo más alto, agarrando la primera rama al límite de las falanges de los dedos y dejando un pequeño rastro de sangre, al fin logramos subir los dos al duodécimo árbol y completar el reto al primer intento.

Cada árbol que subimos la mañana del sábado era una pequeña victoria y una prueba de que el final estaba cada vez más cerca, pero a la vez implicaba estar más heridos y cansados para el siguiente. Fue hacia los últimos árboles cuando el reto dejó su dimensión física en un segundo plano: los músculos aguantarían un último esfuerzo y no nos íbamos a morir por sangrar un poco más, pero terminar tal como nos habíamos propuesto suponía un esfuerzo y sufrimiento cada vez más difíciles de asumir, poniendo a prueba y llevando al límite nuestra fuerza de voluntad y nuestro coraje.

Cuando parecía que ya no podíamos más, en el momento en que en una situación normal habríamos caído, seguimos adelante con la misma fijación con la que subiríamos si nos fuera la vida en ello, como si en lugar de cinco metros de caída hubiesen sido cincuenta, o como si la vida de alguien dependiera de que fuésemos capaces de alcanzar la primera rama y subirnos a ella.

La pequeña aventura que nos habíamos propuesto resultó ser toda una experiencia en la que jugó un papel muy importante la confianza, tanto en nuestra propia fuerza como en la del otro, ya que ninguno de los dos quería caer y obligarnos a repetirlo, y los dos confiábamos plenamente en que el otro lo daría todo para no caer. 


En realidad da igual que el reto fueran 12 árboles, para alguien más fuerte podrían haber sido 60, y para otros sería todo un reto conseguir subir solo a uno de ellos. Lo importante es la incertidumbre de no saber si lo lograrás y la determinación de lograrlo por mucho tiempo y esfuerzo que eso suponga. Enfrentarnos a retos de este tipo nos hará más fuertes y forjará el espíritu con el que el que afrontaremos dificultades futuras. 

Además, al hacerlo como un equipo en que o todos ganan o todos pierden, los vínculos de confianza y respeto mutuos que se crean no tienen precio.


Tomás Ezquerra
Parkour Madrid
www.parkourmadrid.com
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